SÓCRATES Y LOS SOFISTAS.
Los Sofistas eran profesionales que cobraban por sus enseñanzas,
de índole práctica, como el enseñar a hablar en público
y a persuadir (retórica). En su mayoría extranjeros, excluidos
del derecho de ciudadanía, no podían hablar en la asamblea,
pero lo harán por boca de sus alumnos, para quienes el triunfo social
es la máxima aspiración. Un éxito que es sinónimo
de virtud y que se adquiere a través del "Eu legein", del buen discurso.
Asistimos así al nacimiento del "logos" entendido como poder, el
lenguaje es poder y saber hablar bien el medio de alcanzar el poder o destacar
entre los ciudadanos.
Sócrates se ocupó de los mismos temas que los sofístas
pero desde una concepción del mundo radicalmente distinta. Para
el primero, la verdadera sabiduría consiste en remontarse desde
las cosas bellas, buenas, justas, hasta la belleza, la bondad y la justicia,
es decir, en llegar a la esencia de esas cosas, a la definición
universal. Saber equivale a ser bueno, ya que la nitidez intelectual coincide
con la rectitud ética (intelectualismo socrático)
conocimiento y virtud se identifican. De ahí que insista Sócrates
frente a los sofistas en que la virtud es la perfección del espíritu
hasta el máximo, y no el logro de honores, de dinero o de poder.
Lo cierto es que todos los diálogos socráticos de Platón
son aporéticos (no llegan a ninguna conclusión). De ahí
que la única conclusión válida a la que suele llegar
Sócrates en sus conversaciones, sea al rechazo de las opiniones
admitidas sin previo análisis y al reconocimiento de la ignorancia
de todos los interlocutores; sobre todo, en cuanto a lo que es, en definitiva,
la virtud sometida a examen, que al no verse resuelta plenamente, provoca
la incitación socrática a comprometerse en proseguir la búsqueda
sin cesar. Es sabio quien conoce lo que es la virtud, pero en eso consiste
también ser virtuoso. Si para Sócrates no puede hacerse el
mal sino por ignorancia, tampoco es posible que un ignorante haga el bien,
puesto que saber y virtud se identifican.
Para ser exactos diremos que también Sócrates y los sofistas
se interesaron, en cierto modo, por la relación entre lo eterno
y los permanente, por un lado, y lo que fluye, por el otro. Lo que ocurre
es que se interesaron por éstas cuestiones en lo que se refiere
a la moral de los seres humanos y a los ideales o virtudes de la ciudad.
Hay un recelo socrático (y también platónico) ante
los sofistas cosmopolitas y desarraigados que degeneran la paideia
(educación) al ponerla a la altura de los nuevos tiempos, la de
la hegemonía comercial de la Atenas de Perícles. Al mismo
tiempo, es claramente perceptible la franca admiración socrática
por los más eminentes sofístas, como es el caso de Protágoras
e incluso se sabe que en alguna ocasión llegó a pagar por
las lecciones del ya no tan admirado Pródico; junto al sumo desprecio
de Platón por la mayoría de dichos enseñantes ambulantes.
En el proceso de Sócrates se juzgó y condenó,
por impiedad y corromper a los jóvenes, a un hombre concreto.
Pero se le condenó, porque se creyó ver en él, equivocadamente,
una figura representativa de la sofística. Se juzgó y condenó
en su persona a aquellos personajes que ponían en duda la existencia
de los dioses, cuestionaban la autoridad de los padres y relativizaban
los más firmes principios sobre los que se asentaba la sociedad.
En su defensa, el Sócrates platónico comenzará rechazando
las acusaciones que le hace, no ya el tribunal, sino la sociedad ateniense,
falsa opinión de la gente de Atenas reflejada por boca del comediógrafo
Aristófanes en su obra -Las Nubes-. Estas acusaciones de
la sociedad son las que se le harían a un sofista, la de hacer más
fuerte el argumento más débil y enseñar esto a los
jóvenes (Apol.17a-20a).
algunos de sus discípulos (como Cármides,
Crítias y Alcibíades) formaron parte del partido oligárquico
y dañaron notablemente a la democracia y a sus partidarios, de manera
que el proceso de Sócrates tenía un transfondo político,
se quería perjudicar al pensador a causa de los males que habían
provocado algunos de sus díscolos y desobedientes discípulos
a los partidarios de la democracia.
Al juzgar a Sócrates, era difícil que se consiguiera la
culpabilidad y más aún la pena de muerte, pero para salvar
ambas cosas tenía que humillarse y echar a perder la imagen de rectitud
moral cuyo ejemplo era su propia vida. Según el sistema judicial
ateniense, para salvarse tendría que haber reconocido su culpabilidad
y haber propuesto una pena contra sí mismo, (como por ejemplo el
destierro). Lógicamente esto no iba a suceder y, por tanto, no quedaba
al tribunal otro camino que condenar al acusado de acuerdo con la propuesta
del acusador. La muerte 1 de Sócrates
quedaría, de este modo, como ejemplo imperecedero, de la necesidad
moral para el hombre de defender sus convicciones más que su vida.
En el diálogo platónico Critón se le presenta
a Sócrates la posibilidad, verosimil históricamente, de que
escape de la prisión y salve su vida ya condenada. Pero el filósofo
se niega, diciéndole a Critón que “no hay que considerar
lo más importante el vivir, sino el vivir bien” (Crit.48b). Prefiere
sufrir la injusticia a cometerla y se muestra contrario a la Ley del
Talión, al Código de Dracón que imperaba
antes de Solón, no aceptando que se cometa injusticia en ningún
caso, ni siquiera hacia el que la comete con nosotros. Los atenienses condenan
a Sócrates injustamente, pero él no puede responder de la
misma manera, huyendo y siendo injusto con ellos y con sus leyes, sino
acatándolas. La ciudad se asienta sobre sus leyes y éstas
deben ser acatadas aunque sean injustas, porque su violación supone
la destrucción de la ciudad (Crit.50a-d).
Sócrates no se preocupó nunca de los asuntos políticos,
ni familiares, ni de acumular riquezas, sino que ha pasó su vida
“intentando convencer a cada uno de vosotros de que no se preocupara de
ninguna de sus cosas antes de preocuparse de ser él mismo lo mejor
y lo más sensato posible” (Apol.36c). De ese modo pensaba haber
alargado su vida, pues considera que el hombre honesto dedicado a la política
vive poco tiempo (Apol.31b-32a). Su actividad era indirectamente política,
como la de los sofistas, en la medida en que se llevaba a cabo a través
de la enseñanza de cada ciudadano (polités) en la
ciudad (polis).
LA ENSEÑANZA Y LA IRONÍA SOCRÁTICAS.
La insistencia de Sócrates en ser considerado como un buscador
de la verdad, en lugar de como un representante de la sabiduría,
en oposición a los sofistas, marca un apartamiento de esa tradición
en que el sabio aparecía como un didáskalos tês
aretês (maestro de la virtud), como un maestro de excelencia,
al decir de Protágoras. El rechazo de la opinión general,
la doxa (opinión), como criterio de referencia valorativa
hace que Sócrates se sitúe como un individuo marginal, un
tipo a menudo paradójico, respecto a sus conciudadanos, dentro o
fuera de la ciudad. Pero que no renuncia a desempeñar su papel de
guía de la comunidad hacia el objetivo general: una existencia justa
y feliz. Sócrates no se dedica a enseñar, sino a dialogar,
porque reconoce a todo el mundo que él lo único que sabe
es que no sabe nada. Su método de enseñanza
es procurar y ayudar al discípulo a que desarrolle sus propias ideas,
en lugar de inculcar una doctrina prestablecida.
Si confrontamos la frecuente manifestación socrática de
ignorancia con la declaración del oráculo de Delfos
consultado por Querefonte, que lo tenía por el hombre más
sabio de Grecia (Apol.20e), podemos atribuir su constante aseveración
de ignorancia, no sólo a una gran humildad, sino al ejercicio de
otro de los elementos fundamentales de su método dialéctico:
la ironía, junto a la convicción de que no se puede
ser sabio sino a lo sumo amar (buscar) la sabiduría. Sócrates
no se tiene por sabio (sophós) sino por amante del saber
(filo-sofos). Ironiza al proclamar que no sabe y que quiere que los demás
le enseñen y de esta forma dialoga con muchos hombres (entre ellos
numerosos sofistas y alumnos de sofistas) llevándoles de aporía
en aporía y obligándoles a reconocer que en realidad no saben
aquello que pretenden enseñar, y que aún están lejos
de la sabiduría que creían poseer (Apol.21c-d).
El dios délfico Apolo le plantea un enigma a Sócrates
al llamarle sabio y éste parte en busca de un sabio que refute al
oraculo, pero ni entre los políticos ni entre los poetas, ni tampoco
entre los artesanos encuentra un solo sabio. Con lo que termina interpretando
el oraculo como un aviso de que el hombre sabio es el que conoce su ignorancia
(Apol.23b) y como la tarea o mandamiento divino el de desenmascarar
a los que se creen sabios sin serlo. De este modo, resulta que Sócrates
es en realidad el más sabio, porque mientras los sofistas se creen
sabios y no lo son, él es consciente de su ignorancia: “al menos
soy más sabio que él en esta misma pequeñez, en que
lo que no sé, tampoco creo saberlo” (Apol.21d).
Del hecho de que Sócrates haya hablado (según nos cuenta
Platón) de que su labor filosófica era una misión
divina y que existía un daimón (genio personal,
personificación mítica del carácter íntimo
y último de cada cual) que le prohibía vivir y actuar como
los demás, algunos investigadores religiosos han interpretado la
vida y obra de Sócrates como la de un profeta místico
y piadoso, comparándolo con Jesús de Nazaret.
Fórmula interpretativa que no encaja con el resto de los elementos
de su vida y pensamiento. Por eso los investigadores no-religiosos, que
tienden a procurar no cristianizar a Sócrates, consideran
las menciones socráticas acerca de su misión divina
y acerca de su daimón como expresiones propias de su ironía
y de su irritante método de indagación y refutación.
El diálogo socrático al igual que el platónico
discurre a través del preguntar. Sócrates asedia a sus interlocutores
a preguntas, de ahí que se ganase el mote o sobrenombre de “el
tábano”; en lugar de dar certeras respuestas, invita a sus codialogantes
a pensar con él. Cuando con Sócrates se reunen las gentes
a dialogar no hay maestro y alumnos sino que todos se sirven de los demás
e intentan alumbrar la verdad, o al menos, avanzar en su dirección.
El hombre más sabio de Grecia dice no saber y con ello afirma que
el reconocimiento de la ignorancia es el primer paso que debe dar el amante
del saber. Precisamente por eso, es el hombre más sabio y al mismo
tiempo, puede decir que no sabe nada.
La forma de abordar a los atenienses que tenía Sócrates
no debía de dejar de causar desagrado. Su formula de interpelación
era la siguiente: “Mi buen amigo, siendo ateniense, de la ciudad más
grande y más prestigiosa en sabiduría y poder, ¿no
te avergüenzas de preocuparte de cómo tendrás las mayores
riquezas y la mayor fama y los mayores honores, y, en cambio no te preocupas
ni interesas por la inteligencia, la verdad y por cómo tu alma va
a ser lo mejor posible?” (Apol.29d-e). La primera preocupación era
la que venían a cubrir los sofistas (areté-excelencia,
para los sofistas), mientras que para Sócrates constituye
una preocupación secundaria, siendo primaria la perfección
del alma (areté-excelencia, para Sócrates),
entendida como la capacidad de hacerse intelectual-moralmente mejor del
ser humano: “No sale de las riquezas la virtud para los hombres, sino de
la virtud, las riquezas y todos los otros bienes, tanto los privados como
los públicos” (Apol.30b).
Estamos ante el primer intelectual de la historia universal, si por
intelectual entendemos -aquél hombre que tiene por oficio el
aprender-. De él nos diría Cicerón que “hizo que
la filosofía bajara del cielo a la tierra, y la dejó morar
en las ciudades y la introdujo en las casas, obligando a los seres humanos
a pensar en la vida, en las costumbres, en el bien y en el mal”. No se
detuvo en las reflexiones de sus predecesores los filósofos de la
naturaleza, sino que, como los sofístas, aunque de manera muy diferente,
se preocupó ante todo por el ser humano y procuró inculcar
ésta actitud entre los ciudadanos de Atenas.
LA MAYEUTICA Y LA DIALÉCTICA SOCRÁTICAS. Para encontrar
la verdad, que anida dentro de todo hombre, hay que ayudar, no enseñar.
Ayudar mediante la dialéctica, o el método de las preguntas
y respuestas, por medio de las que el hombre que no sabe “da a luz” (mayéutica)
la verdad. Por eso dirá Sócrates que su labor es la de una
partera del conocimiento: “¿No sabeís que mi oficio es ser
comadrón (mayeutikós), como el de mi madre?” (Teeteto),
y demostrará que el esclavo sabe geometría (Menón);
aunque no se haya dado cuenta hasta su encuentro con Sócrates de
la posesión de este saber, recuperado con su ayuda.
Precisamente el antagonismo entre Sócrates y los sofistas constituyó
el principio de la evolución de este término hasta su connotación
peyorativa, que perdura aún hoy en día. En Homero una sophía
(sabiduría) denota una habilidad o destreza de cualquier género.
La palabra sophistés (sofista, sabio) les fue aplicada tanto
a los Siete Sabios de Grecia como a los filósofos presocráticos.
Volvería a tener un sentido honorable o distinguido aplicado a los
profesores de retórica griega y filosofía en el Imperio Romano.
Pero de nuevo caería bajo la crítica y en el 161 a.C. los
profesores de retórica serían expulsados de Roma.
En el Diálogo El Sofista, Platón perseguirá
delimitar a ese personaje característico de su tiempo encontrando
siete definiciones para el mismo: 1) cazador por salario, de jóvenes
adinerados (222a-223b); 2) mercader de los conocimientos del alma (223b-224d);
3) comerciante al por menor de conocimientos (224d); 4) fabricante o productor
y comerciante de conocimientos (224e); 5) discutidor profesional (225a-226a);
6) <refutador de opiniones> y purificador del alma (226a-231c);
7) sabio aparente, mago e ilusionista que hechiza con imagenes (232a-237b).
Así, dentro de este grupo de definiciones despectivas de <sofista>,
que desentrañan la polisemia de tal término, Sócrates
quedará enmarcado en el sexto tipo, como un caso particular dentro
de la variedad de personajes a los que se alude con dicha denominación:
“EXTR: ¿Y no prometen también producir cuestionadores de
las leyes y de todo cuanto tiene que ver con la política?. TEET:
Nadie hablaría con ellos, por así decir, si no prometieran
eso” (Sof.232c-d).
En el s.V a.C., en pleno desarrollo de la democracia ateniense, aparecen
los sofístas, maestros ambulantes, forasteros en todas las polis,
sabios que venden su saber. Enseñan, cobrando a los jóvenes
pudientes saberes prácticos, descartando, como secundarias, las
abstractas discusiones presocráticas sobre la Física (Cosmología)
para introducir nuevos problemas: antropología, lingüística,
derecho, política. Critican las costumbres, la religión,
las instituciones, e introducen en la ciudad el relativismo, al enseñar
el discurso doble, o sea: saber discutir el Si y el No de una misma cuestión.
En este punto las lecciones de Hegel sobre los sofistas son esclarecedoras:
“Por el camino de estos razonamientos se puede ir muy lejos (a menos que
se tropiece con la falta de cultura, pero los sofístas eran personas
cultísimas), puesto que, si lo importante son las razones, por medio
de razones puede probarse todo, pues para todo cabe encontrar razones en
pro y en contra; sin embargo, estas razones no pueden nada en contra de
lo general, del concepto. En esto consiste, pues, según se trata
de hacer ver, el crimen de los sofistas: en que enseñan a deducirlo
todo, cuanto se quiera, lo mismo para los otros que para sí; pero
esto no depende de la característica propia de los sofistas, sino
de la del razonamiento reflexivo
POR CLARA BALLESTEROS (proxima representante)
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